¡Cuánta gente tiene hambre de Dios!, hambre de dignidad, porque han sido despojados! Y me pregunto si el hambre de Dios de tanta gente quizás no venga porque con nuestras actitudes se la hemos despojado.
Y, como cristianos, ayudar a que se sacien de Dios; no impedirles o prohibirles ese encuentro. Hermanos, la Iglesia no es una aduana, quiere las puertas abiertas porque el corazón de su Dios no está no solo abierto, sino traspasado por el amor que se hizo dolor.
No podemos ser cristianos que alcen continuamente el estandarte de «prohibido el paso», ni considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es absolutamente mío. La Iglesia no es nuestra, hermanos, es de Dios; Él es el dueño del templo y del sembrado; todos tienen cabida, todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento. Todos, y el que preparó las bodas para su hijo manda a buscar a todos, sanos y fuertes buenos y malos, todos.
Nosotros somos simples «servidores» (cf. Col 1,23) y no podemos ser quienes impidamos ese encuentro con Jesús. Al contrario, Jesús nos pide, como lo hizo con sus discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16); este es nuestro servicio. Comer el pan de Dios, comer el amor de Dios, comer el pan que nos lleva a sobrevivir también.